Johanna acaba de cumplir trece años y lo que más le gusta en el mundo es leer, las sesiones de cine con sus padres y escaparse al bosque con Sandra, su mejor amiga. Pero, cuando empieza el instituto, las cosas no son como esperaba: de repente, Sandra se muere por formar parte del grupo de las guais, que solo piensan en chicos, en ropa y en salir de fiesta, y ya no quiere saber nada de ella. Al menos, le queda su cabaña en el bosque, su refugio perfecto. Allí, rodeada de criaturas salvajes, siempre se siente acompañada. Comenzando por la pareja de alces que se acerca al lago todos los atardeceres para beber agua y atiborrarse de... ¡palomitas! Defensores de los animales, cazadores de alces y un chico misterioso se convertirán en los protagonistas de la que será la aventura más increíble de su vida. Porque, claro, cuando creces, las cosas cambian, pero tal vez descubras que lo hacen para mejor.MALIN KLINGENBERG (1979) es una autora finlandesa de habla sueca. Ha publicado la serie infantil de seis libros «Patrik och Pensionärsmakten». Su obra ha sido merecedora de varios premios, como el Arvid Mörne o el Runeberg Junior, y ha sido también nominada al Premio de Literatura Infantil y Juvenil del Consejo Nórdico. En 2019 publicó su primer libro de poesía ilustrado «Fisens Liv». «La chica alce» es su primera novela para lectores jóvenes.Cómo crecer, afrontar los cambios, hacer nuevos amigos y... domar a un alce. «La chica alce» es una novela sobre la amistad, el paso a la adolescencia y el descubrimiento de lo que realmente importa cuando un animal salvaje se cruza en nuestro camino.«En "La chica alce", la vida cotidiana de los adolescentes, sus compromisos sociales y preocupaciones se entremezclan con el amor y el humor. Además, los bellos y conmovedores encuentros de Johanna con los alces transmiten una maravillosa afinidad con la naturaleza». Mikaela Wickström, Hem och SkolaBajé de la cama sin hacer ruido y me asomé a las escaleras. Esperaba que las visitantes se asustaran, pero, a pesar de que seguro notaron mi presencia, se limitaron a mover las orejas. Me senté. La primera volvió la cabeza y me miró sin dejar de mascar despacio. Aunque sabía que era ridículo sonreír a un alce, no pude evitarlo. «Hola», susurré. La interpelada aguzó el oído y dejó de masticar por un momento para luego volver a lo suyo.