El director que, a la vista del Rubicón, entona el alea iacta est, y asume la osadía de dirigir una primera película tiene que ser mesiánico para afrontar dicho reto tratando de salir indemne de tamaña batalla. Debe de estar convencido de su preparación técnica, ser poseedor de una admirable historia que al contarla deje boquiabiertos a sus contertulios, estar bien relacionado para acceder a las cúpulas del poder de la industria sin sucumbir ante los habituales subterfugios y engaños, embarcarse en una travesía que cuando menos y en el mejor de los casos le ocupará un par de años a plena dedicación, deambular con un guión bajo el brazo, de productora en productora, soportando barrocas explicaciones y análisis de consultores y asesores que habitualmente hieren su sensibilidad, esperar en la cafetería de abajo a que llegue la hora para entrevistarse con un posible coproductor, sentir cómo pasa de raudo el tiempo y qué poco se avanza en las gestiones y, entre el paroxismo y la desesperación, buscar fuerzas para no perder los ánimos. ¿Quiénes y por qué se lanzan a la aventura de dirigir una película? ¿De dónde proviene esta casta de osados? ¿Consiguen realizar obras interesantes, personales, artísticas? ¿Son productos aceptados por el público y rentables económicamente? Miguel Ángel Rivas propone, siguiendo el hilo de los hechos cinematográficos más significativos, un recorrido por la historia de los 287 directores que sólo pudieron realizar una película, preguntándose: ¿Por qué no dirigieron una segunda vez? En algunos casos fue debido al fracaso comercial de sus obras, en otros al agotamiento que les supuso levantar la primera película, pero también hay casos de desidia, cuando no de abandono cautelar. Y algunos, lógicamente los más cercanos a nuestros días, permanecen en una inquieta vigilia, en una cuarentena poco deseada.